Una de las singularidades de la democracia es que lo soporta casi todo: la demagogia, el populismo, la mentira e incluso la existencia y participación de aquellos que quisieran abolirla. Y he dicho casi todo, porque lo único que no tolera, es que ningún ciudadano está por encima de las leyes, sea príncipe o plebeyo.
Es decir: la Ley está por encima de todo y de todos, y como tal hay que respetarla. Y como estamos de acuerdo en ese principio, la petición de un referéndum que por parte de algunos se está haciendo, aprovechando la abdicación del Rey, está absolutamente fuera de lugar. Existe una Ley de Leyes, la Constitución de 1978, elaborada por consenso por casi todos los partidos de la Cámara, incluida toda la izquierda que la refrendamos por abrumadora mayoría los españoles. Un consenso para cuyo logro, todas las opciones políticas cedieron de sus posiciones iniciales, porque no había más que dos alternativas: o volver al punto de partida, al 18 de Julio del 36 o considerar todo lo sucedido —no a ninguno de los bandos, sino a todos los españoles— un capítulo cerrado del que todos hubieron de extraer las dolorosas consecuencias del anterior proceder, trabajar juntos en la diversidad por una España que nos ofreciera un esperanzador amanecer. Y esta última opción, es la que presidió desde el primer momento y durante todo su reinado, el espíritu de Juan Carlos I. Por cierto, que gracias a ese espíritu, los que ahora le niegan el pan y la sal, pueden hacerlo con toda libertad.
Ciertamente la sociedad evoluciona como cualquier organismo vivo y por tanto dinámico y la Constitución no puede ser ajena a dicha evolución. Por tanto cualquier opción para reformarla es legítima, pero como mientras esté en vigor hemos de respetarla porque está por encima de todos nosotros, hagámoslo respetando las pautas que ella misma nos marca y no tomando atajos caprichosos a la medida de los deseos de algunos que ahora dicen que no les vale, que eso fue cosa de otra generación y que ellos no la votaron. No me detendré en estas excusas —que no argumentos— por peregrinos y falta de consistencia jurídica y política. Porque tomarlos como base de una iniciativa, supondría aceptar la Ley cuando es de mi gusto y rechazarla cuando no se acomoda a mis deseos. Así que si la mayoría de los representantes del pueblo español contemplados por la Ley cree que hay que reformarla, que se inicien los trámites parlamentarios para ello, para hacer las cosas dentro de la más estricta legalidad y no porque unos cuantos, bajo la práctica de la extorsión violenta en las calles o en las redes sociales, hagan un poco de ruido, frente a una inmensa mayoría silenciosa.
¿Cómo se llegó al proceso constitucional? Yendo de la legalidad a la legalidad. Pues si hay que reformar nuestra norma suprema, no puede haber otro camino. Lo contrario sería simplemente utilizar la Ley de forma alternativa, caprichosa, arbitraria, injusta y sobre todo, de unos contra otros. Y esto, tristemente, ya sabemos a lo que nos conduce. A la confrontación entre hermanos. Por favor, la vida y la convivencia social, son elementos de nuestra existencia mucho más hermosos y valiosos que las ideas políticas. Se dice que somos un pueblo inculto y en muy buena parte es cierto. ¿Por qué entonces, en vez de empecinarnos en nuestros errores, no aprendemos de nuestros grandes pensadores? Recordemos lo que dijo hace tres cuartos de siglo Ortega y Gasset, uno de los intelectuales de mayor prestigio de nuestra historia, reconocido mundialmente: “Ser de la izquierda es, como ser de la derecha, una de las infinitas maneras que el hombre puede elegir para ser un imbécil: ambas, en efecto, son formas de la hemiplejía moral”. Si ya en aquel entonces fue válida para la sociedad de la época dicha sentencia, ¿Qué diría ahora?
Si por el hecho de ser España un Reino y no una república, somos los españoles anacrónicos incultos, por la misma razón lo son también los ciudadanos de Holanda, Noruega, Reino Unido, Suecia, Dinamarca, Países Bajos, Luxemburgo, Bélgica y Mónaco, por no citar también a los de Japón, por cierto, una de las grandes potencias económicas mundiales y en la actualidad, la tercera mayor economía de acuerdo a su PIB. En total, seríamos unos 300 millones de ignorantes por ostentar como modelo de Estado la monarquía parlamentaria, en vez de una república.
Pero no mezclemos churras con merinas que es lo que suelen hacer los que acostumbran, frente a la opinión pública, a manipular la realidad y las ideas.
Ciertamente, me producen perplejidad, y en algunos casos hasta pánico, aquellos que sitúan la democracia en el tabernáculo de las cosas sagradas.
La democracia, que como todos sabemos la inventaron los griegos hace 5.000 años, hay que conocer cómo y por qué surgió y como la aplicaron sus mentores. A partir de ese desconocido conocimiento, lo único que podemos afirmar, es que la democracia es la aplicación de la voluntad de una mayoría, las más de las veces sin el menor respeto para las minorías, aunque retóricamente se diga otra cosa. Pero lo que pueda o no decir una mayoría, sobre todo si es inculta, no quiere decir que sea ni la verdad, ni lo más sabio. NI siquiera lo que más le puede convenir a aquellos que forman parte de esa mayoría. ¿Acaso dos más dos serían cinco si así lo afirmase una mayoría?
Dice Antonio Gala que “El único procedimiento de mejorar la democracia para conseguir mejor sus fines es mejorar al pueblo que debe utilizarla. Lo otro es confundir democracia y demagogia. EI burro, por igual que sea al ruiseñor delante de la ley, siempre rebuznara. Salvo que se le eduque la voz”.
Pero lamentablemente la nave de la política española sigue varada en el banco del resentimiento, de la nostalgia, del ánimo de revancha, palos en la rueda de la democracia. Porque ninguna forma de gobierno -y ella, menos- es el genio de la lámpara de Aladino. ¿Acaso mejora el hombre porque la fórmula del Estado sea República o Monarquía? No. Toda mejora ha de ser interior; la política nunca será una panacea, sino una costosa posibilidad; no un hallazgo, sino un propósito continuado; no un regalo, sino un aprendizaje; no una imposición, sino algo que crece de abajo arriba y de dentro afuera; no un bien que se defiende mediante la imposición violenta, sino mediante el convencimiento por medio de la razón; no una improvisación, sino el final de un camino de dudas; no un objeto que se adquiere con dinero, sino con la formación y la constancia.
Es cierto que la democracia, cualquiera que sea la forma del Estado, es un permanente jugar a la ruleta rusa, sabiendo que más tarde o más temprano, la bala de algún iluminado —la historia nos brinda muchísimos ejemplos— nos conducirá a hacia la decadencia, al desastre y hasta la destrucción. Pero esta probabilidad siempre será mayor si en la fórmula del Estado intervienen las ideologías partidistas, los intereses electorales y la inconsistencia de la temporalidad. Por el contrario la monarquía ofrece la solidez que proporciona siempre la continuidad, la profunda preparación de la persona para la misión que está llamada a desempeñar y la confianza que siempre proporciona el paraguas que ampara a todos, incluso a aquellos que no lo quieren.
En el fondo de toda esta demagogia, subyace únicamente el poso de la incultura de un sector de nuestra sociedad al que de forma ideológicamente interesada se le ha inducido a rechazar sus propias raíces bajo supuestos históricos situados fuera de su propio contexto, con lo cual, a la luz del siglo XXI, es fácil presentarlos de forma sesgada y anacrónica.
Produce profunda tristeza, que siendo la nuestra una monarquía cinco veces centenaria y España el país más antiguo de Europa y el que mayor influencia ha ejercido en el mundo, sintamos tan poco amor y respeto por nuestros orígenes y repudiemos tan irresponsablemente los símbolos que los representan.
Y todo ello en aras de algo tan caprichoso, voluble y no pocas veces tan inconsecuente, como es la democracia. Hoy día, aquellos que se autodenominan progres, rechazan todo aquello que no esté legitimado por la democracia. Creo que los grandes descubrimientos de la ciencia y los avances científicos, deberíamos someterlos a referéndum y rechazar por antidemocráticos todos aquellos que no sean aprobados por el pueblo. ¿No sería algo tan ridículo como el proceso y condena a que se vio sometido Galileo por afirmar que la tierra se mueve? Sacralizar la democracia es algo tan ridículo como declarar nuestro amor a un frigorífico.
No nos engañemos. Los que ahora son tan fervorosos partidarios de someter a referéndum la forma del Estado en España, bajo el pretexto de hacerla más democrática, están haciendo gala del mismo cinismo con que en el Gatopardo, el personaje Tancredi, colaborador de Garibaldi en la revolución italiana, para también poder participar del pastel del poder, le dice a su tío, el príncipe de Salina, la lapidaria frase: “Es necesario que todo cambie para que todo siga igual”.
César Valdeolmillos Alonso