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Eterna amistad relato de amor y de amistad

Posted by admin On marzo - 20 - 2009

Eterna amistad relato de amor y de amistad, espero que les guste y entretenga un buen rato:
Desde siempre mi personalidad había estado marcada por cierto individualismo. Me sentía mucho mas a gusto separado de los demás, leyendo mis libros de aventuras, escuchando mi música y jugando con mi “Game Boy” que fatigándome mientras daba patadas a una estúpida esfera de tela rellena de aire para terminar discutiendo por una simple palabra a la que yo no encontraba sentido, “victoria”.

Dadas las circunstancias mi circulo de amigos era bastante reducido, por no decir nulo, era lógico que una vez a la semana sintiera la necesidad de encontrar a alguien que se asemejara a mi, o que por lo menos, no le diera tanta importancia al una estúpida palabra como para acabar peleándose con sus propios compañeros.

Eso si, nunca me metí en problemas serios. Ninguna pelea. Se me daba muy bien evitarlas, y por otro lado, no me afectaban en absoluto las burlas de los demás.

Cierto día, nos llevaron de excursión a un museo del que no recuerdo el nombre, aunque para nada es relevante en mi historia. Era tan aburrido como cualquier otro al que se suele llevar a un niño de 10 años con la esperanza de que aprenda algo.

El caso es que nos llevaron a las dos clases de sexto de primaria que había en el colegio en el mismo autobús, y como era habitual, busqué cualquier sitio libre y me senté sin esperar la compañía de nadie, sin esperar que fuera a cambiar nada. Sin embargo, ese día iba a pasar algo diferente. Algo que cambiaría mi vida, algo que llevaba esperando mucho tiempo.

Diez minutos después de habernos sentado en el autobús, el tutor del otro grupo seguía esforzándose por conseguir que sus alumnos se colocaran en fila antes de subir al autobús cuando por fin perdió la esperanza y dejo que cada uno subiera y se sentara donde quisiera. El pobre hombre había tenido tan mala suerte que ese año habían coincidido en el mismo grupo un gran número de alumnos problemáticos y cada día se enfrentaba al reto de controlar a cada uno de ellos. Nunca tenia éxito, y cuando llegaba el final del día sierre había algo roto en el aula donde se impartían sus clases. Había días buenos en los que simplemente se rompía algún azulejo de la pared o simplemente se perdía un buen puñado de tizas. Había otros días peores en los que alguien rompía una ventana y había días malos, en los varios alumnos acababan a golpes.

Quizás fue ese ambiente diario el que condicionó a Julián a separarse del resto e individualizarse, o simplemente fue el hecho de que cada día le insultaran, le amenazaran, le tiraran bolas de papel, borradores y tizas desde el final de la clase e incluso le dieran una buena tunda cada mes.

Fuera de la manera que fuera, Julián era la persona que yo estaba esperando: alguien con sentido común, que no perdía su tiempo jugando a deportes competitivos y estúpidos que siempre acababan en discusiones, que sabía apreciar un buen libro y que al igual que yo, tenia alguna ambición, sueño, o meta, según se prefiera.
El día de la excursión al soporífero museo, Julián fue el ultimo en subir al autobús. Por suerte, por destino, o porque la esperanza por encontrar un amigo y la paciencia me premiaron, Julián se sentó a mi lado. Recuerdo perfectamente ese día. Yo llevaba en mi mochila un ejemplar de “El cuerpo”, de Stephen King. Una perfecta historia de un grupo de amigos que se complementaban a la perfección. Algo que alimentaba mis esperanzas.
El, con su cara de inocentón e inseguro, tal vez con algún morado causado por algún golpe, no recuerdo bien, se giró y sin mirarme directamente a causa de la vergüenza de la edad, hizo la pregunta “¿Qué lees?”.

Es curioso como una forma tan simple de comenzar una conversación pueda dar lugar a lo que vino después y duró tanto tiempo. Una pregunta, una frase, dos palabras, un pequeño gasto de saliva y un esfuerzo no más grande por dar el salto y esquivar la vergüenza. Nunca se me olvidará. “¿Qué lees?”…

En los años posteriores seguíamos recordando de vez en cuando aquel momento. El día en que nos conocimos y se planto la semilla de una amistad que duraría para siempre.

En mi casa nunca habíamos tenido problemas de estabilidad familiar. Mis padres se llevaban muy bien entre ellos, y conmigo mejor aun. Siempre fuimos una familia tranquila y feliz por tenernos los unos a los otros. Sin embargo, Julián había perdido a su madre a la temprana edad de 5 años. A duras penas la recordaba. Había vivido con su padre desde entonces, con ciertos problemas de estabilidad. A su padre le costó un gran esfuerzo salir del agujero en el que cayó con la muerte de su mujer. Perdió el trabajo por estar demasiado tiempo de baja por depresión y les costo mucho sobrevivir durante algunas semanas. Cuando por fin su padre dio el paso habían pasado casi dos años y Julián veía las cosas de una forma muy distinta a como se suelen ver a la edad de 7 años. No encajaba con los niños de su edad, se sentía diferente, frustrado por no disfrutar ciertas cosas igual que ellos. Le consideraban un chico extraño, y las madres de sus compañeros les acabaron prohibiendo acercarse a el.

Aunque parezca que esto no tiene relevancia en mi historia, he considerado necesario matizar estas experiencias y dejar claro que Julián y yo habíamos tenido pasados totalmente distintos. El suyo mucho más duro que el mío, más traumático, y la mayor parte de su educación y personalidad habían sido forjada por él mismo en los años posteriores a la muerte de su madre. En mi caso, mi personalidad individualista había sido un fruto de la educación que había recibido en casa. Mi madurez, mi frustración frente a mis similares se debían en mayor parte a mi educación y es algo que aun agradezco. Con un pasado tan diferente, Julián y yo éramos dos chavales de entre tantos que no encajaban con el rebaño, ni querían hacerlo. Dos caminos con una similitud nula que nos habían llevado al mismo punto. Es otra de las cosas que siempre quedaran en el fondo de mi memoria para ser desempolvadas de vez en cuando.

En los años que siguieron a nuestro encuentro en el autobús, la relación entre Julián y yo se iba haciendo cada vez más y más fuerte. Compañía mutua, entretenimiento, diversión, conversaciones interesantes para ambos… Todo lo que da significado a la palabra “amistad” era algo de lo que disfrutábamos ambos en todos nuestros encuentros.

Por supuesto que tuvimos discusiones. Unas algo mas fuertes y otras mas templadas, pero no dejaban de ser hechos que reforzarían nuestra amistad para el futuro.

Pasamos juntos el instituto. Nos graduamos a los 16 años, sin repetir ningún curso. Julián me ayudaba con la geografía, y yo le ayudaba con las matemáticas.
Sin a penas darnos cuenta, habían pasado 10 años desde que nos conocimos. Cierto día en una taberna del barrio tomando una Coca-Cola, acabamos hablando de las experiencias que habamos pasado juntos. Buenas y malas, pero todas nos habían enseñado algo. No borraríamos ninguna de las cosas que habían pasado en nuestra vida, ya fueran buenas o malas, y lo mas importante, seguíamos teniendo hambre de vivir y sed experiencias.

Nuestros caminos se separaron a los 24 años aproximadamente. Él, a los 23 había conocido al amor de su vida en la universidad. Al año siguiente se graduó, y gracias a su talento y vocación no tuvo ninguna dificultad para encontrar su primer trabajo. No tardó en irse a vivir con Sandra a un cómodo piso destinado a formar su familia. Ni falta que hace mencionar que visitaba a su padre cada semana.
Yo por mi parte tarde había conocido a mi chica a los 22, también en la universidad. A los 23 me gradué, aunque debido a la mala racha que vivía mi sector me costo algunos meses encontrar un trabajo que me gustara. Inés y yo nos fuimos a vivir juntos cuanto cumplí los 24. Mi vida iba viento en popa, tenía un buen trabajo, una novia maravillosa, por supuesto, la amistad de mí querido amigo.
Aunque nuestros caminos se habían separado, nos seguíamos viendo varias veces al mes. De vez en cuando recordábamos viejos tiempos, o por otro lado, hablábamos de nuestras actuales vidas.

Cuando uno de los dos tenía algún problema, el otro siempre estaba disponible sin esperar nada a cambio. No tuve ningún problema en acompañarle durante los dolorosos momentos que vivió tras la muerte de su padre, y menos aun cuando tuve que dejarle dinero cuando Sandra perdió su trabajo al quedarse embarazada.
A mi lado estuvo el cuando Inés y yo tuvimos una fuerte discusión a causa del agobio por nuestros respectivos trabajos, cuando tuve el accidente con el coche y me rompí la cadera y un brazo, y cuando me diagnosticaron cáncer, un hecho que no habría superado sin el apoyo de Inés y por supuesto, Él.

Pero sobre todo, estuvo a mi lado en los mejores momentos de mi vida.

Murió a la edad de 85 años, tras una vida feliz, dejando a su mujer y a sus dos hijos, y por supuesto a mí. Lloré su muerte en un sentido que nunca había creído posible. Por supuesto que sentía no volver a verle nunca más con vida, pero lo que de verdad me dolió fue que la muerte no me llevara a mí antes. Quizás sea un poco egoísta este pensamiento, pero no soportaba la idea de haber sido yo el que perdiera su amistad antes que el la mía. No podía imaginar como iba a ser mi vida sin la amistad de Julián.

Sentí su muerte hasta mis últimos días, y aun de vez en cuando recordaba aquel primer encuentro en el dichoso autobús,

El único sentimiento que cabe en mi corazón desde que estoy postrado en la cama del hospital es la esperanza de que la amistad de Julián me esperare detrás de la cortina que me separa de la muerte

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